Imagínate que un día te levantas de golpe con un chillido de alguien que te grita enaltecidamente al oído. Te incorporas. Te pones de pie, te miras. De repente llevas ropa de deportista, un dorsal y delante de ti hay una calle con un circuito trazado donde pone km. 0. Entonces, mirándote atónito, vuelves a escuchar el grito que oíste. ¡¡Vamos!! ¡¡Corre!!. E instintivamente te pones a correr. No sabes muy bien que pasa. Pero tú corres. Es lo que debes hacer. Pongamos que el deporte no es algo que hayas practicado demasiado a lo largo de tu vida. Digamos que la última vez fue cuando jugabas al rescate en el patio del colegio. Y tú estás ahí, corriendo.
Al principio, corres fuerte. Te ves vestido de deportista y te descubres corriendo; las endorfinas comienzan a dispararse y el subidón empieza a llegar. El problema es que cuando llegas a los 100m y vas a tope caes en la cuenta de que no sabes cuánto va a durar. Vaya, y ¿esto qué será? ¿una carrera de 100m, 400, un kilómetro…? Y cuando ves el cartel del primer kilómetro de la maratón, no te lo puedes creer. Tú, que no has corrido en tu vida. Que no has elegido correr. No has regulado al principio, has corrido dándolo todo y empiezas a fatigarte. Te planteas parar. Pero vuelves a escuchar. ¡¡¡CORRE!!! Y mucho más alto. Sabes que por algún motivo no puedes parar. Es un asunto grave. Importante. Sólo sabes que debes correr. Y así, sin quererlo, estás en el medio de algo que pensaste que nunca te tocaría en la vida.
Y piensas con afán de superación: “si estoy en estas, esto lo voy a correr, lo voy a hacer, lo voy a conseguir por mis santos cojones, y además lo voy a hacer de puta madre”. Y consigues producir aún más endorfinas para que el cerebro mantenga durante unos kilómetros más engañado al cuerpo. No sabes muy bien por qué pero unos metros después del kilómetro 5 te entran ganas de llorar. Y lloras profundamente. Tú no quieres correr. Te duelen las piernas. No estás preparado. Tú no eres deportista. No quieres estar en esa carrera. Y levantas la vista y ves la calle atestada de gente. Tu familia gritando ¡¡¡¡¡¡VENGA QUE TÚ PUEDES!!!!!! ¡¡¡¡VAMOS CAMPEÓN!!!!! ¡¡¡¡¡¡VAMOS!!!!!! ¡¡¡¡¡VAMOS!!!!, y la risa de los tuyos alentándote te contagia. Te hace sonreír, secarte las lágrimas, apretar los dientes y seguir convencido de que vas a terminar.
Sigues corriendo y ya no hay tanta gente. Pero empiezan a aparecer aquellos que no conoces, que te dan ánimos. Que te hacen superar el dolor en los brazos, las piernas. Que te dan una botella de agua cuando tienes sed. Que te sonríen y a los que sonríes… Y te dan energía para seguir.
El tiempo pasa. Ves pasar los 10 kilómetros. En general positivo. Con más fuerzas de las que jamás pensaste que ibas a tener. Sufres, pero sigues y con la mejor de las actitudes. 15 kilómetros y sigues corriendo. 17, vuelves a desfallecer, pero ahí vuelven a estar todos. Y son más, muchos más, ayudando. Apoyando. Y sigues. Llegas a los 20. Piensas: “la mitad; esto está chupado”. Y sigues corriendo. 21, tu primer calambre en una pierna, 22 en un brazo, 23. A los 25, por mirar tanto hacia delante, tropiezas con una piedra que no ves en el camino, te caes, te caes mal, y te haces una herida en la rodilla. Todo el mundo vuelve a estar ahí. Y tú vuelves a correr y vuelves a pensar. Voy a conseguirlo. Vamos a conseguirlo. Y sigues corriendo.
El cansancio es intolerable. Las piernas te empiezan a pesar, 27, la herida te vuelve a doler, 28, no entiendes por qué te ha tocado a ti correr, 29, y vuelves a pensar. Voy a conseguirlo. A los 30 aparece un dolor agudo que nunca habías tenido. Son las piernas, los pies con ampollas, los brazos… pero lo que más te duele es el alma. Y miras el cartel del kilómetro 30. “Todavía falta mucho para llegar al 42” -escuchas a tu cerebro. Estás muy cansado, agotado. No puedes más. Por otro lado, más bajito, escuchas una vocecita tenue que dice: “vamos, tú puedes, lo vas a conseguir”.
Y más o menos, más “más” que menos, así estoy. En medio de un maratón. Donde sé que falta poco para llegar, pero el tiempo pasa, y según pasa y pasa, pesa y pesa. Yo no elegí que mi hijo tuviera leucemia y se la diagnosticaron. Sé que vamos a llegar al final. Sé que estamos en esa lucha de no caernos y quedarnos en el suelo. Sé que mi actitud es más veces positiva que negativa. Sé que este camino me ha traído momentos de conciencia que nunca en mi vida había tenido. Pero estoy cansado de correr. Y cada fatiga o momento de debilidad se acumula al anterior. No es que ahora esté mal. No. Hoy sigo corriendo. Y las sonrisas de Guzmán me siguen iluminando el día para olvidarme de mis miedos. Pero esos días en los que no están ahí, los miedos me pillan desprevenido. Y me da miedo no llegar. Pero también me da miedo llegar y mirar hacia atrás pensando sólo en lo dura que fue la carrera y no en lo bueno que aprendimos en ella. Me da miedo no aprovechar esto para todo lo bueno que está surgiendo también entre nosotros. Y el equilibrio se hace complicado.
A un lado de la balanza esa sensación de piloto automático, de seguir corriendo sin que las piernas sean mías, las endorfinas que riegan mi cuerpo desde la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies, haciéndome sentir más vivo que nunca, y creer, creer que voy a poder con esta carrera y con todo lo que se ponga por delante, creer que esta carrera nos va a cambiar a mejor para siempre. Y al otro lado, los calambres, el maldito flato que no me deja respirar, la camiseta empapada de sudor raspando su tejido sobre mi piel, el dolor en la planta de los pies, en las rodillas en cada zancada, y el cansancio que se apodera de la fe en lo que puedes llegar a hacer secuestrándola en una caverna…
Porque me siento muy identificado con lo que ha escrito Ainara en su último post, y cuanto más cerca me siento de la meta, más noto el peso del tiempo.